La magia de un apodo
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Los apodos son tomados de diversas circunstancias, pero los más comunes están relacionados con defectos físicos, que suelen ser hirientes, o con el oficio de las personas, por cuya razón muchas llegan a perder el apellido y en el peor de los casos hasta el nombre, como sucedió al protagonista de esta historia.
A Florentino Garrido, nadie en su natal Jaruco lo llama por su nombre de pila y les puedo asegurar que son pocos los que lo saben, ya que todos en el poblado le dicen “Fogón”, un apelativo que según él, adquirió a partir de su quehacer, primero como distribuidor de gas licuado y luego como reparador de cocinas.
Cuando aún era muy joven comenzó a trabajar en una tienda mixta, propiedad de un emigrante de origen español, quien en las primeras décadas del siglo XX introdujo en la localidad, distante medio centenar de kilómetros de La Habana, la capital cubana, las primeras cocinas de gas y el combustible utilizado.
Por aquella época el avispado comerciante conocido como Casiano, radicado en la ciudad condal, disponía de un vehículo en el cual traía el mencionado combustible en grandes y pesados balones y satisfacía la demanda de los pocos clientes del lugar y otros sitios aledaños, mientras el bueno de Florentino fungía como ayudante y estibador.
Luego este mulato bonachón y de modestía sin par, que sorprende por su longevidad, aprendió el arte de componer estufas de gas doméstico e incluso industrial como ningún otro y durante mucho tiempo nadie logró superarlo como artifice de salvadoras soluciones ante la creciente falta de piezas de repuesto.
Florentino Garrido, o mejor dicho “Fogón”, el hombre que ganó la magia de un apodo, es una de esas figuras populares en el Jaruco de hoy, imprescindibles a la hora del recuento, y su ingenio para echar andar los quemadores y prender la llama, al reclamo de las amas de casa, quedarán por siempre en la memoria local.