Cuando el alma también va a la guerra

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Estos días, las noticias parecen sacadas de una pesadilla. Ciudades que se derrumban. Gente que huye. Voces que se apagan. El mundo se llena de humo, de escombros, de ausencias. Vemos las imágenes desde lejos algunos a kilómetros, otros solo a un clic de distancia pero algo en nosotros se encoge. Como si el alma también sintiera que está en guerra.

Y sin embargo, la vida sigue. Con su lista de pendientes, con sus pequeños y grandes dolores, con esas batallas que nadie ve. Una ansiedad que aprieta el pecho. Un duelo sin resolver. Un cansancio emocional que no se va con dormir. A veces sentimos que no tenemos derecho a quejarnos: “¿Cómo voy a sufrir por esto, si allá afuera hay quienes lo han perdido todo?”.

Pero la verdad es que no hay escala válida para el sufrimiento. La guerra que ocurre afuera no borra las guerras que también llevamos dentro. Cada quien carga con sus propias trincheras: las del pasado, las de la mente, las del corazón.

Lo que sí es cierto es que ver el mundo en crisis nos recuerda algo esencial: la vida es frágil, y aún así resiste. Porque después del bombardeo, alguien levanta una flor entre los escombros. Después del exilio, alguien canta una canción que lo hace sentir en casa. Después del miedo, alguien vuelve a abrazar.

Así también pasa con nosotros. A veces creemos que no vamos a poder con lo que sentimos. Que ese dolor no se va a ir nunca. Que esa ansiedad va a quedarse para siempre. Pero no. Como después de la guerra, el alma también encuentra formas de reconstruirse. A su ritmo. Con cicatrices, sí, pero también con una ternura que antes no tenía.
Tal vez no podamos cambiar lo que ocurre allá afuera. Pero sí podemos hacer algo aquí dentro. Cuidarnos.

Escucharnos. Sostenernos cuando parezca que todo tiembla. Y entender que sobrevivir a lo grande o a lo pequeño ya es una forma de esperanza.

Porque incluso en medio del caos, la vida sigue queriendo brotar. Y nosotros también.

Yazmín Hidalgo